La extraña empatía del asesino
Las grandes historias “reales” tienen un morbo particular, el mismo que hace a la gente detenerse cuando hay un accidente automovilístico. Vivimos atentos a ese tipo de relatos, en cierta manera logramos canalizar nuestros más oscuros deseos ahí. Por eso nos gusta el cine de terror, o la ciencia ficción: la posibilidad de contar algo más, amparados por el género, ayudando a sublimar los horrores bajo la etiqueta de “la ficción”. Luis Ortega decide tomar la vara de un personaje funesto de la historia argentina más cercana, y lo hace basándose en las relaciones humanas detrás del mito y en la personalidad del protagonista.
“El ángel” adapta la historia de vida de Carlos Robledo Puch, “el angel negro”, un pibe que con menos de 20 años asesinó a once personas. Una historia que mezcla un pasado post-peronista, milicos en las calles, Billy Bond en las discos de vinilo y propiedades arquitectónicamente exageradas.
Hay que dejar bien en claro que se trata de una adaptación, una de las tantas maneras de acomodar el cristal para ver una de las partes de la historia. Carlitos “Brown” (cómo era uno de sus alias) destila magnetismo, Lorenzo Ferro (el hijo de Rafael Ferro) entrega una visión cínica, inteligente y alexitímica del psicópata. En psicología se las denomina alexitímicos a ese tipo de personas que parecen no sentir nunca nada, (palabra que deriva del griego: a, negación; lexis palabra y thimos, emoción) porque lo que sucede no es que carezcan de sentimientos, sino que no pueden expresarlos. Las personas alexitímicas rara vez se enfadan, casi nunca lloran y, cuando lo hacen, se sienten muy desconcertados porque no entienden qué les está pasando ni cuál es el motivo del llanto. Son, literalmente hablando, incapaces de articular una sola palabra acerca de lo que están sintiendo, y, desde luego, no tienen la menor conciencia de sus propios sentimientos.
Lo maravilloso de la propuesta es que todo funciona dentro de la “normalidad”, Carlos vive entrando en lugares a robar como quien compra una mielcita en el kiosco, dispara a matar como quien come una milanesa con puré, nada es exagerado, nada es épico… La empatía que logra el actor y la “normalidad” con la que ocurren los hechos atroces nos pone en una posición incómoda en la que reaccionamos tarde a lo que sucede, sin indignarnos con el protagonista de rubia cabellera.
La banda de secundarios no desentona, y todos brillan en sus momentos: el Chino Darín (como Ramón, compañero de tropelías de Carlitos, y objetivo amoroso), Cecilia Roth (como la madre de Robledo Puch), Mercedes Morán y Daniel Fanego (como los padres de Ramón) y Peter Lanzani, como un malandra que aparece por el tercer acto de la película. Quizás éste es el papel más extraño, ya que parece puesto solo para ir cerrando la historia, a pesar que se conoce que su estadía en la vida de Carlitos Robledo Puch fue más importante que lo que cuenta esta adaptación.
El arte, la ambientación y la música nos mete de lleno en la época, que ayuda al relato y lo que cuenta. Hoy no podría existir un personaje como Carlitos, y viéndolo en perspectiva con el cuidado trabajo de arte, lo entendemos. La condición sexual del personaje tiene relevancia, aunque termina siendo una situación accesoria que sirve de chiste para unos comentarios catódicos hacia el final del relato. Las miradas, los silencios y la crudeza de la violencia, sin pomposidad ni épica, terminan convirtiendo esta historia en una suerte de biopic de un asesino incomprendido y sin sentimientos que todos podríamos tener como amigo.
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